El mejor barman del mundo

NOTA: Este post se publicó originalmente en la lista de hombresdebien.com, el 23 de mayo de 2016.

14582043394335.jpg

He llevado a pocas mujeres a Del Diego y no me arrepiento. Hay lugares que uno se reserva sólo para quien importa, o quién parece que lo merece.

En realidad siempre he disfrutado contando la historia: Ava Gardner, Dominguín, Hollywood en Madrid… Chicote. Y el ‘chaval’: que si Fernando, baja a por una caja de sifones, que si trae una botella de ginebra… El niño, con quince años, aprendiz entonces, maestro ahora. Joder si me gustaba contarlo… Pero sólo a quien fuera a entender la trascendencia, la relevancia. Sólo a quien admiré y en quien vi belleza o nobleza. O ambas.

Tenía veinticinco años –un paleto recién llegado a Madrid– cuando me llevaron por primera vez. Fue mi senior, Andrés, premiando una buena primera semana de trabajo: “te voy a llevar a beber un buen cóctel, que te lo has ganado”. Un jueves. Pero... ¿Se podía beber en jueves? Yo con mis pintas de chaval que quiere ser aceptado en Madrid, sin entender que Madrid te quiere seas como seas.

Y pasaron muchos meses y muchos Gimlets tras esa primera vez. Muchos proyectos, aumentos de sueldo, éxitos profesionales, algunas caídas y unas cuantas mujeres. La paternidad, la primera empresa propia, el primer desamor… Nunca fui por rutina. Por respeto a la tradición que inauguró mi senior, siempre crucé esa puerta para celebrar algo: grandes éxitos. O grandes hostias. Al final va de eso, de sentir. Placer o dolor, estar vivo. Los Gimlets de del Diego han sido por dieciséis años el acompañamiento de mi sentimiento. Y que lo sigan siendo.

Me he plantado en la calle de la Reina limpio o sucio, elegante o desgarbado, triunfante o derrotado. Siempre me hizo sentir el mejor cliente, pero en realidad era él, el mejor barman. El mejor del mundo. La conversación justa y la copa perfecta. Mi zona de confort por dieciséis años seguidos. Para qué salir, ¿verdad?. En mis cuarenta tacos he dudado acerca de qué hacer, a quién querer o hacia dónde andar, pero nunca a qué bar ir si la noche era especial. Por inicio o por final, por victoria o por derrota.

Con el tiempo aprendí a continuar la tradición: llevar a tomar un Gimlet a mis juniors, a mis compañeros, a quien demostrase amor por las cosas bien hechas. Y a algunas mujeres -muy pocas, ya lo he dicho- a las que amase o de las que quisiese enamorarme. Mujeres que oliesen a dulce y salado a la vez, con un abismo tras la sonrisa.

Allí siempre brindé por lo mismo: belleza o prosperidad. Trato de hacer memoria y no, nunca hubo otros motivos. Ni los habrá. Mi amigo Terrés dirá que claro, que todos los brindis son el mismo. No le faltará razón. Y seguiremos levantando la copa, el Martini, el Gimlet o lo que sea que bebamos, siempre perfecto. En Calle de la Reina 12 de Madrid. Por supuesto.

Don Fernando nos dejó hace unos meses. Me enteré de camino al aeropuerto, horas antes de volar a Nueva York, y lloré a ocho mil metros de altura. Por el cariño y el aprecio que siento por sus hijos, David y Fernando, dignos herederos; por el resto del equipo y por esa maldita luz que siempre quise más tenue, pero que aprendí a querer. Por todas esas noches, las buenas y las malas, los principios y los finales, los brindis por la belleza y la prosperidad, las cumbres y los agujeros, el sabor salado de los besos y las mujeres con abismos. Por todo eso y porque, joder, se nos fue un hombre de bien.