Queroseno

Me deslumbra la luz al salir de la terminal, siento el viento en la cara y el silbido de los motores a lo lejos, ensanchándose a medida que me acerco a la rampa. Subo por la escalerilla mientras el olor afilado y metálico del queroseno lo impregna todo. Mis terminaciones sensoriales están saturadas; imposible hablar, pensar o sentir nada más que el momento presente. Cruzo el umbral y ¡flop! luz ténue, silencio —quizás música de ascensor—,  olor a cuero y tapicería limpia. 

Así era antes, ¿Te acuerdas?

Volar hace unos años era una experiencia memorable porque estaba cargada de sensaciones. Los fingers, esas estructuras móviles por las que nos inyectan a los aviones, eliminaron muchas de las sensaciones y casi destruyeron la emoción anticipatoria de volar.

La psicología lo explica muy bien: sólo recordamos lo que nos hace sentir. Las emociones sellan y almacenan la vivencia; el registro sensorial le pone la etiqueta. Por eso, cuando volvemos a percibir esos olores, esa luz o ese sabor, la mente se encarga de reconectar con la memoria: “relacionado con [queroseno], te puede interesar el viaje aquel a Malta en 1997”.

Ayer, sábado por la mañana, en la sala Morente, Máximo Gavete y un puñado de alumnos arrancaron un programa para que la filosofía ilumine (y pavimente) caminos buenos para crear. ¿Será diferente su recuerdo, dentro de unos años, del que almacenen quienes se forman por las tardes? La luz no es la misma, los sonidos no son los mismos y ese vino blanco cuando se acerca la hora de comer también es distinto. 

Este jueves será jornada de Sede Abierta para que puedas conocer, si no has estado, la sede y el proyecto del Instituto Tramontana. Por la tarde, Daniel Ruiz y Belén Temprado, profesionales de referencia, antiguos alumnos y profesores del Programa de Iniciación, nos contarán cómo es el día a día trabajando en diseño digital. Tanto si quieres empezar carrera en diseño como si estás pensando en formarte en aspectos más avanzados o de dirección (o si quieres cotillear) estás invitado

El jueves pasado volé a Mallorca para un asunto familiar. Desayuno en Madrid, comida frente al mar y cena de nuevo en casa. Eché de menos el viento en la cara a pie de pista y el olor a queroseno. La mascarilla se había aliado con el finger para matar el registro sensorial, las evocaciones y lo poco de emocionante que le queda a volar en avión.

Al día siguiente me tocaba visita al médico para revisión y puesta a punto. “¿Cuándo fue tu último análisis de sangre?” me preguntó. Lo recordaba vagamente y respondí dubitativo “Hmmm… ¿el año pasado? No, espera, ¿hace cinco?”. Mientras rebuscaba en mi memoria, tratando de hallar un recuerdo al que ese evento se pudiese anclar, el médico me sacó de la duda mientras señalaba la pantalla: “hace tres años, Javier, lo tengo aquí”.

Excusé mi mala memoria achacándola a la pérdida de la noción del tiempo que nos ha causado la pandemia. Pero me quedé pensando… Es posible que ese desbarajuste memorístico que tenemos se deba a los “tiempos extraños” de la pandemia, claro, pero ¿Habrá más motivos?

Llevamos dos años con mascarillas puestas, filtrando todo el aire que inhalamos; algunos incluso con el olfato alterado o reducido por el Covid. Dos años almacenando recuerdos de forma incompleta, con mucho menos registro olfativo, que es precisamente el más evocador de todos los sentidos, el más capaz de etiquetar, relacionar y reflotar recuerdos. ¿Habremos recordado menos —porque hemos olido menos— durante este tiempo? ¿Recordaremos menos lo que hemos vivido en estos dos años?

La idea de tener un tramo de vida sin apenas olores me aterra. Se me hace como una película en la que algunas escenas tuviesen el sonido mal o la imagen dañada. No he leído nada acerca de esto; quizás mis preguntas sean absurdas y el siguiente análisis de sangre revele mis delirios. Mientras tanto, he decidido creerme la hipótesis y pegar muy fuerte la nariz a cada momento relevante, como si fuera posible compensar este desaguisado.