Medición, lealtad y coherencia

Una de las cosas más difíciles de interiorizar para quien aprende diseño visual es el ajuste óptico. Un cuadro de texto, una foto o un logo no siempre encajan bien cuando los situamos según los cálculos; están bien centrados en la retícula, pero parece que pidan estar un poquito más hacia abajo o hacia la izquierda. Interiorizar los pesos visuales de las cosas, las relaciones entre objetos y sus contextos, entender que tienen cualidades que el ojo ve pero la mente no entiende y saber ajustar. Todo eso lleva tiempo. Son cientos de cálculos casi inconscientes, instintivos, que ocurren en segundos y que, a quienes diseñamos, nos cuesta verbalizar. 

El diseño de lo visual es un juego de relaciones múltiples. En su composición cada pieza se vincula a sus hermanas de una forma, a sus madres e hijas de otra y al todo de otro modo diferente. Importa el conjunto, dentro de este otro conjunto y saliendo del último, la armonía recursiva entre ellos. Y el ritmo. Y el equilibrio de pesos. Un camino a la belleza desde la cohesión y la coherencia.

No es diferente en el diseño acústico: sonificar un producto es crear un universo de estímulos donde cada uno tiene valor semántico y muchas cualidades diferentes. Esos sonidos nunca se presentan solos, conviven entre ellos (piensa en cualquier videojuego) y tan importante es el significado de cada uno como el conjunto, el paisaje sonoro que crean cuando suenan en convivencia.

Igual que en una novela, una película o cualquier obra de ficción, lo importante no es el realismo, sino la coherencia. Suspendemos la incredulidad no cuando estamos ante algo realista, sino cuando todo en la ficción que se nos ofrece concuerda, cuando la propuesta de realidad alternativa (visual, sonora, física o todas combinadas) es consistente y no adolece de contradicciones. El scroll en el móvil no es realmente movimiento, pero la inercia —que tampoco es verdadera inercia— le da coherencia y verosimilitud. Pasa igual con el disparo de una pistola láser: no tenemos ni idea de cómo debería sonar (pues no hemos visto una de verdad nunca), pero nos vale si el sonido que emite suena en coherencia con el resto del universo acústico que propone la película.

En la vida, igual que en el diseño, la coherencia es uno de esos valores que se entienden cuando se ha ganado madurez, experiencia o perspectiva. 

“A building has integrity, just as a man and just as seldom! It must be true to its own idea, have its own form, and serve its own purpose!” responde Howard Roark (Gary Cooper) a la exigencia de incluir referencias clásicas en su edificio.

Igual sucede con la lealtad. Ambas son formas de anteponer el conjunto a las partes, de subyugar las fuerzas individuales a un concepto superior. En la coherencia y la lealtad, la idea mayor no desmerece a las menores, las supera engranándolas. 

Dolor que hace bien, asimetría que aporta equilibrio o enfrentamiento que fortalece la unión. Puede parecer contra-intuitivo y sus resultados nunca son inmediatos, quizás por eso no son de adscripción habitual.

En su despedida de la dirección de diseño de Google, Douglas Bowman contaba cómo le habían hecho testar cuantitativamente hasta cuarenta y un (¡41!) tonos diferentes de azul para dar con el tono adecuado en cierta pantalla de un proceso. 

Ni los tests A/B ni los sprints ni las maneras de las metodologías ágiles son amigos de la coherencia. Se puede ir por la vida midiendo en cada intersección lo que nos conviene más, pero corremos el riesgo de acabar en el punto de partida, o completamente perdidos, sin intinerario ni destino.

Qué perversa la medición. Cada vez que hacemos que algo sea medible, lo volvemos comprable, vendible y negociable. Lo contaba Lewis Mumford cuando hablaba de la querencia de los calvinistas por el reloj de bolsillo: cuantificando el tiempo lo mercantilizaron; podían comprarlo y venderlo en forma de trabajo y de intereses. Calvino prohibió las joyas en Suiza pero indultó los relojes y despenalizó la usura. El tiempo, antes potestad de Dios, ahora pertenecía al hombre, que lo convirtió en capitalismo y letras de cambio.

La misma idea se la leí a Alberto Barreiro al respecto de la Amazonia: calcular superficies quemadas tras los incendios tiene una estrategia: convertir en material lo que antes tenía un valor simbólico. La cuantificación desacraliza el concepto. La selva deja de ser un ente integral, inviolable y superior y se vuelve un terreno parcelable. Si se puede medir, se puede comprar y vender. Idéntica lógica perversa, contaba Barreiro, la que aplica al cerebro humano: en el momento en que podamos medir, calcular e inventariar su inmensidad, lo habremos despojado de su mística y será posible comerciar con él: vender espacios publicitarios, comprar recuerdos o alquilar capacidad de procesamiento, por ejemplo.

La coherencia y la lealtad implican la negativa a cuantificar. La belleza del concepto y la ejecución —en una idea o en un compromiso— radica en su naturaleza dual: no es un poco ni mucho, no es casi, no es al 99%. Es o no es, como la verdad.

Algo parecido cuenta Enrique Gª Máiquez hablando del suelo de la catedral de Florencia

Como la perfección de sus dibujos sólo se percibe desde lo alto, el ejemplo ascético sigue en pie. Los dibujos del mármol del suelo se hicieron igualmente por amor a la obra bien hecha y porque se creía firmemente que eso agradaría a un Dios que tendría en exclusiva la panorámica cenital óptima para paladearlo.

El ejemplo de Máiquez y los que nos ofrece Tusquets en Dios lo ve son también formas de lealtad y coherencia que no admiten medias tintas; conectan al creador con su obra y a ambas con la espiritualidad. Dentro de ese triángulo no existe el tiempo.

Igual que la luz es onda y partícula, el diseño es simultáneamente manifestación de cultura y mercado. Sustraernos a la medición es difícil y plantea riesgos; someternos a ella asegura intrascendencia.