Frecuencias mediterráneas

Tenía catorce años y mis padres me habían mandado a un internado franciscano, uno con claustro gótico y habitaciones austeras, sin posibilidad de posters en las paredes y con apagado de luces a las diez de la noche. Alejado de mi casa, de mis amigos y a oscuras, las noches se me hacían eternas. Un transistor de 500 pesetas me salvó la vida.

Desde entonces no concibo la soledad sin el sonido de una radio. Podría enumerar todos y cada uno de los momentos en que más solo he estado, por imposición o deseo, junto al aparato de radio y el tipo de emisión que me ha acompañado. Las voces me mantienen conectado con la sociedad como un cordón umbilical, como la línea de vida de un espeleólogo que se adentrase en la oscuridad de una cueva. Hay algo placentero ahí que me cuesta describir.

Hace unos días, volvíamos de pasar parte de la Navidad en Mallorca, en familia, y en mitad del trayecto de ferry me salí un rato a cubierta y probé a sintonizar la onda corta con un pequeño receptor. 

Las conversaciones de radioaficionados de todo el continente (llegué a escuchar hasta de Lituania) y las emisoras remotas brotaban como flores en primavera. En mitad del mar, sin cobertura de móvil, sintiéndome alejado del mundo pero notándolo vivo.

Me he venido unos días al refugio a ordenar ideas. Enfoques.net, nuestra plataforma de cursos en video, ha empezado a rodar con fuerza y se hace oportuno ampliar el capital del Instituto Tramontana a algunas personas que quieren invertir. Decidir los pasos y saber explicarlos es de lo más importante que haré en 2022. Más me vale tenerlo bien meditado. 

El refugio me da ese tipo de momentos de aislamiento radiofónico, más desde que me saqué la licencia de radioaficionado y disfruto de la sensación de poder estar donde nadie me ve ni me oye, en una aldea cuasi-abandonada, pero pudiendo hablar con alguien que está en otro continente. Las ondas salen de la antena y rebotan en tierra, mar y cielo hasta llegar a un desconocido que contesta, intercambia algo de conversación y me desea feliz Navidad antes de cerrar con un “73”, que es la manera de despedirse cordialmente entre radioaficionados.

Otro placer solitario que alterno con el anterior es escuchar Voice of Greece al atardecer. Hoy más, pues las voces mediterráneas me recordaban los cantos del campo de mi tierra. Me refiero a esto:

No podemos evitarlo, el Mediterráneo es uno y único. Su manera de sentir el deber, el placer y el dolor suena en una frecuencia que llevamos sintonizada por defecto. Intuyo cerca el día en que convertiremos eso en un impulso y un motivo para crear conforme a sus (nuestros) propios códigos.