La pregunta

A veces la respuesta es una pregunta. En las preguntas, en las buenas preguntas, está el marco de entendimiento que necesitamos, la categorización de la realidad, el esquema, el diagrama que hace sencilla la respuesta. 

Hace unos meses me hice una que resuena en mi mente constantemente, como una sirena antiaérea, y que me hace ver la realidad con una lente diferente, como si viese en rayos X o con una cámara térmica.

Pero antes de plantearte la pregunta, tengo que darte algo de contexto:

Hace cinco años, mi hijo Javi y yo visitamos juntos la escuela de diseño de Ulm. Ese viaje era como una peregrinación para mi. Ahí nació y se gestó mucho del diseño que admiraba (hoy lo admiro pero con otros ojos ¿ves?) y ahí trabajaron, enseñaron y aprendieron algunos de los grandes del s.XX.

El pasillo de la residencia de alumnos y profesores. Un espacio de la muerte viviente, como los que describe László Földényi.

La visita, sin embargo, tuvo en mí el efecto contrario. De repente, todo ese funcionalismo, esa racionalidad, esa modernidad utilitarista me heló el corazón.  Meses después, en Cádiz con Terrés, la luz, la comida, la humanidad y la vitalidad que todo lo impregnaba y me impregnaba a mí también, me ayudaron a componer una síntesis algo personal. Ahí nació el nombre de las cartas: “De Ulm a Cádiz” y se gestó mucho de lo que hoy es el Instituto Tramontana.

Hace unos meses, visité de nuevo la Escuela de Ulm con alumnos del Instituto. Esta vez la visita fue con guía y a ella le agradezco que aclarase, que sintetizase en una frase, mucho de lo que yo sentía pero no sabía verbalizar:

“Quienes fundaron esta escuela querían rediseñar la sociedad.”

Al oirlo se me heló la sangre.

El plan de Ulm no era diseñar mejores artefactos, no era hacer mejor arquitectura, muebles, equipos de sonido, gasolineras o automóviles. No, nada de eso. El plan, el gran proyecto, era político: redefinir la sociedad conforme a su idea de cómo debería ser, conforme a su programa.

Qué ingenuo fui: pensaba que querían servir a su sociedad y su cultura, pero en realidad la rechazaban; querían convertirla en otra cosa.  Ese día entendí mejor el proyecto de la modernidad. Menuda bofetada me llevé.

La tradición no es el culto a las cenizas, es la transmisión del fuego.
Gustav Mahler 

¿Qué había de malo en la artesanía, en la vitalidad de una cocina de antes, en la madera que cuenta la vida envejeciendo como la piel de una anciana? ¿Qué les molestaba de los objetos que adornamos porque sentimos importantes, de ensalzar lo sensorial, de honrar nuestras raíces o de que queramos conservar aquello que sentimos bello y bueno? ¿Qué les llevaba a despreciar todo lo pasado e idealizar todo lo nuevo?

Pienso mucho en las casas clavo como la de UP, tan frecuentes en la china que no para de avanzar.

El mío, el del diseño y el producto digital, es un sector obsesionado con mirar hacia adelante. Se habla siempre de la novedad constante, de la revolución de esto y aquello, de que nada va a ser igual, de cambiar el mundo

¡Por qué cambiarlo, maldita sea!

¿Por qué no, simplemente, tratar de mejorar lo que está mal y de potenciar lo que está bien? ¿Qué resentimientos más grandes debéis de tener para no ver tanto bueno, para querer arrasar con todo, para hacer tábula rasa? ¿Por qué rehacerlo todo sin aceptar, sin entender, sin contemplar? 

Cuánta belleza, cultura y legado destruye vuestro proyecto. Nada se puede entender ni apreciar, nada se puede ya salvar cuando habéis iniciado los derribos, cuando entran las excavadoras y empezáis a hormigonar ese mundo nuevo que tanto anheláis.
 

Todo ser humano nace siendo heredero de un legado al que sólo puede acceder mediante un proceso de aprendizaje.

Si esa herencia fuera un patrimonio compuesto por bosques y prados, una villa en Venecia, un terreno en Pimlico y una cadena de tiendas en un pueblo, el heredero esperaría heredarlos automáticamente después de la muerte del padre o al alcanzar determinada edad. Se la traspasarían abogados y lo máximo que se esperaría de él sería un reconocimiento legal.

Pero la herencia a la que me refiero no es precisamente así; y, de hecho, no es así exactamente como lo imagino. Todo ser humano nace siendo heredero de un legado de logros humanos; una herencia de sentimientos, emociones, imágenes, visiones, pensamientos, creencias, ideas, interpretaciones, emprendimientos intelectuales y prácticos, lenguajes, relaciones, organizaciones, cánones y máximas de conducta, procedimientos, rituales, habilidades, obras de arte, libros, composiciones musicales, herramientas, artefactos y utensilios.

Michael Oakeshott

Idealizar lo futuro conlleva ignorar lo pasado. Soñar con algo que aún no existe (y quizás no exista jamás) acarrea ignorar lo que sí ha pasado y lo que ahora está siendo. Ensoñación frente a aprendizaje, insatisfacción frente a contemplación.

Me preguntan a menudo qué libros leer para aprender de diseño de interacción y experiencia de usuario. Suelo responder, con algo de sorna y cierto esnobismo, que ninguno de menos de cincuenta años, pues su vigencia es el indicador de la cantidad de verdad que contienen. Con los actuales, cautela y prudencia. Y sospecha abierta con los que hablan del futuro. Así, en general, con todo lo que atañe a aprender de diseño.

Diseñar es resolver, mediante tecnologías (cambiantes) las necesidades de personas en contextos concretos. Esas personas, esas necesidades y esos contextos son los mismos que hace diez, cien o mil años. La mitad de la ecuación del diseño tiene tres mil años de respuestas. Qué torpeza y qué desaprovechamiento el de diseñar con las anteojeras del mulo, mirando sólo hacia adelante.

Decía al principio que hay preguntas que son en si misma una respuesta. En otoño volveré a formar a doce diseñadores, a ayudarles a madurar profesionalmente. En algún momento, cuando menos se lo esperen, les pediré que respondan a la pregunta:

¿Diseñas para servir a tu sociedad o para cambiarla?
¿Diseñas para enriquecer tu cultura o para crear una nueva?