Queroseno

Me deslumbra la luz al salir de la terminal, siento el viento en la cara y el silbido de los motores a lo lejos, ensanchándose a medida que me acerco a la rampa. Subo por la escalerilla mientras el olor afilado y metálico del queroseno lo impregna todo. Mis terminaciones sensoriales están saturadas; imposible hablar, pensar o sentir nada más que el momento presente. Cruzo el umbral y ¡flop! luz ténue, silencio —quizás música de ascensor—,  olor a cuero y tapicería limpia. 

Así era antes, ¿Te acuerdas?

Volar hace unos años era una experiencia memorable porque estaba cargada de sensaciones. Los fingers, esas estructuras móviles por las que nos inyectan a los aviones, eliminaron muchas de las sensaciones y casi destruyeron la emoción anticipatoria de volar.

La psicología lo explica muy bien: sólo recordamos lo que nos hace sentir. Las emociones sellan y almacenan la vivencia; el registro sensorial le pone la etiqueta. Por eso, cuando volvemos a percibir esos olores, esa luz o ese sabor, la mente se encarga de reconectar con la memoria: “relacionado con [queroseno], te puede interesar el viaje aquel a Malta en 1997”.

Ayer, sábado por la mañana, en la sala Morente, Máximo Gavete y un puñado de alumnos arrancaron un programa para que la filosofía ilumine (y pavimente) caminos buenos para crear. ¿Será diferente su recuerdo, dentro de unos años, del que almacenen quienes se forman por las tardes? La luz no es la misma, los sonidos no son los mismos y ese vino blanco cuando se acerca la hora de comer también es distinto. 

Este jueves será jornada de Sede Abierta para que puedas conocer, si no has estado, la sede y el proyecto del Instituto Tramontana. Por la tarde, Daniel Ruiz y Belén Temprado, profesionales de referencia, antiguos alumnos y profesores del Programa de Iniciación, nos contarán cómo es el día a día trabajando en diseño digital. Tanto si quieres empezar carrera en diseño como si estás pensando en formarte en aspectos más avanzados o de dirección (o si quieres cotillear) estás invitado

El jueves pasado volé a Mallorca para un asunto familiar. Desayuno en Madrid, comida frente al mar y cena de nuevo en casa. Eché de menos el viento en la cara a pie de pista y el olor a queroseno. La mascarilla se había aliado con el finger para matar el registro sensorial, las evocaciones y lo poco de emocionante que le queda a volar en avión.

Al día siguiente me tocaba visita al médico para revisión y puesta a punto. “¿Cuándo fue tu último análisis de sangre?” me preguntó. Lo recordaba vagamente y respondí dubitativo “Hmmm… ¿el año pasado? No, espera, ¿hace cinco?”. Mientras rebuscaba en mi memoria, tratando de hallar un recuerdo al que ese evento se pudiese anclar, el médico me sacó de la duda mientras señalaba la pantalla: “hace tres años, Javier, lo tengo aquí”.

Excusé mi mala memoria achacándola a la pérdida de la noción del tiempo que nos ha causado la pandemia. Pero me quedé pensando… Es posible que ese desbarajuste memorístico que tenemos se deba a los “tiempos extraños” de la pandemia, claro, pero ¿Habrá más motivos?

Llevamos dos años con mascarillas puestas, filtrando todo el aire que inhalamos; algunos incluso con el olfato alterado o reducido por el Covid. Dos años almacenando recuerdos de forma incompleta, con mucho menos registro olfativo, que es precisamente el más evocador de todos los sentidos, el más capaz de etiquetar, relacionar y reflotar recuerdos. ¿Habremos recordado menos —porque hemos olido menos— durante este tiempo? ¿Recordaremos menos lo que hemos vivido en estos dos años?

La idea de tener un tramo de vida sin apenas olores me aterra. Se me hace como una película en la que algunas escenas tuviesen el sonido mal o la imagen dañada. No he leído nada acerca de esto; quizás mis preguntas sean absurdas y el siguiente análisis de sangre revele mis delirios. Mientras tanto, he decidido creerme la hipótesis y pegar muy fuerte la nariz a cada momento relevante, como si fuera posible compensar este desaguisado.

Las bandas estaban abiertas

Hay momentos en los que las ondas de radio viajan mucho más lejos y de formas libres y caprichosas. Se sabe que influye la radiación solar, lo cargada que esté la ionosfera y hasta las condiciones meteorológicas, pero no deja de tener cierto misterio.

Hoy era uno de esos días y he podido hablar con Sergei (R3XE), que vive al norte de Moscú, emitiendo los dos con menos potencia que la que consume una bombilla.

En argot de radioaficionado, hoy las bandas estaban abiertas.

Predecimos las condiciones de propagación de forma parecida a como se predecía el tiempo hace cien años: de forma tosca, poco acertada y aceptando con naturalidad el misterio en lo que se nos escapa.

La serendipia llega al punto de que hay bandas (tramos del espectro) que cuando se “abren” pueden dejar entrar ciertas ondas en un lugar del globo y soltarlas en otro, sin que se las reciba por el camino, como si entrasen por un portal a otra dimensión y fueran expulsadas por otro de vuelta. Para que lo visualices: alguien emite un mensaje desde Morata de Tajuña y otra persona lo recibe en Wakanui, Nueva Zelanda. Siete minutos después, esa banda se cierra y la comunicación vuelve a ser imposible. Nadie sabe cuando volverá a abrirse o qué lugares comunicará la siguente vez.

Los radioaficionados son, por lo general, de mente técnica. No es mi caso. Siendo un ignorante de lo físico y lo eléctrico, prefiero disfrutar del misterio, de esa belleza fortuita que imagino como rompimientos de gloria en lo radioeléctrico. Me decanto por ver en ello la mano de Dios.

Dicen que los ciclos solares son de once años y que acaba de terminar uno muy malo, que el que empieza promete ser bueno y tendremos más momentos así. 

Quién sabe, quizás se abran también las bandas del diseño, que lleva demasiado tiempo pendiente de las mismas ideas y mirando a los mismos lugares. Y quizás, cuando ocurra, sepamos tejer más conexiones con otras ideas, momentos y lugares.

Medición, lealtad y coherencia

Una de las cosas más difíciles de interiorizar para quien aprende diseño visual es el ajuste óptico. Un cuadro de texto, una foto o un logo no siempre encajan bien cuando los situamos según los cálculos; están bien centrados en la retícula, pero parece que pidan estar un poquito más hacia abajo o hacia la izquierda. Interiorizar los pesos visuales de las cosas, las relaciones entre objetos y sus contextos, entender que tienen cualidades que el ojo ve pero la mente no entiende y saber ajustar. Todo eso lleva tiempo. Son cientos de cálculos casi inconscientes, instintivos, que ocurren en segundos y que, a quienes diseñamos, nos cuesta verbalizar. 

El diseño de lo visual es un juego de relaciones múltiples. En su composición cada pieza se vincula a sus hermanas de una forma, a sus madres e hijas de otra y al todo de otro modo diferente. Importa el conjunto, dentro de este otro conjunto y saliendo del último, la armonía recursiva entre ellos. Y el ritmo. Y el equilibrio de pesos. Un camino a la belleza desde la cohesión y la coherencia.

No es diferente en el diseño acústico: sonificar un producto es crear un universo de estímulos donde cada uno tiene valor semántico y muchas cualidades diferentes. Esos sonidos nunca se presentan solos, conviven entre ellos (piensa en cualquier videojuego) y tan importante es el significado de cada uno como el conjunto, el paisaje sonoro que crean cuando suenan en convivencia.

Igual que en una novela, una película o cualquier obra de ficción, lo importante no es el realismo, sino la coherencia. Suspendemos la incredulidad no cuando estamos ante algo realista, sino cuando todo en la ficción que se nos ofrece concuerda, cuando la propuesta de realidad alternativa (visual, sonora, física o todas combinadas) es consistente y no adolece de contradicciones. El scroll en el móvil no es realmente movimiento, pero la inercia —que tampoco es verdadera inercia— le da coherencia y verosimilitud. Pasa igual con el disparo de una pistola láser: no tenemos ni idea de cómo debería sonar (pues no hemos visto una de verdad nunca), pero nos vale si el sonido que emite suena en coherencia con el resto del universo acústico que propone la película.

En la vida, igual que en el diseño, la coherencia es uno de esos valores que se entienden cuando se ha ganado madurez, experiencia o perspectiva. 

“A building has integrity, just as a man and just as seldom! It must be true to its own idea, have its own form, and serve its own purpose!” responde Howard Roark (Gary Cooper) a la exigencia de incluir referencias clásicas en su edificio.

Igual sucede con la lealtad. Ambas son formas de anteponer el conjunto a las partes, de subyugar las fuerzas individuales a un concepto superior. En la coherencia y la lealtad, la idea mayor no desmerece a las menores, las supera engranándolas. 

Dolor que hace bien, asimetría que aporta equilibrio o enfrentamiento que fortalece la unión. Puede parecer contra-intuitivo y sus resultados nunca son inmediatos, quizás por eso no son de adscripción habitual.

En su despedida de la dirección de diseño de Google, Douglas Bowman contaba cómo le habían hecho testar cuantitativamente hasta cuarenta y un (¡41!) tonos diferentes de azul para dar con el tono adecuado en cierta pantalla de un proceso. 

Ni los tests A/B ni los sprints ni las maneras de las metodologías ágiles son amigos de la coherencia. Se puede ir por la vida midiendo en cada intersección lo que nos conviene más, pero corremos el riesgo de acabar en el punto de partida, o completamente perdidos, sin intinerario ni destino.

Qué perversa la medición. Cada vez que hacemos que algo sea medible, lo volvemos comprable, vendible y negociable. Lo contaba Lewis Mumford cuando hablaba de la querencia de los calvinistas por el reloj de bolsillo: cuantificando el tiempo lo mercantilizaron; podían comprarlo y venderlo en forma de trabajo y de intereses. Calvino prohibió las joyas en Suiza pero indultó los relojes y despenalizó la usura. El tiempo, antes potestad de Dios, ahora pertenecía al hombre, que lo convirtió en capitalismo y letras de cambio.

La misma idea se la leí a Alberto Barreiro al respecto de la Amazonia: calcular superficies quemadas tras los incendios tiene una estrategia: convertir en material lo que antes tenía un valor simbólico. La cuantificación desacraliza el concepto. La selva deja de ser un ente integral, inviolable y superior y se vuelve un terreno parcelable. Si se puede medir, se puede comprar y vender. Idéntica lógica perversa, contaba Barreiro, la que aplica al cerebro humano: en el momento en que podamos medir, calcular e inventariar su inmensidad, lo habremos despojado de su mística y será posible comerciar con él: vender espacios publicitarios, comprar recuerdos o alquilar capacidad de procesamiento, por ejemplo.

La coherencia y la lealtad implican la negativa a cuantificar. La belleza del concepto y la ejecución —en una idea o en un compromiso— radica en su naturaleza dual: no es un poco ni mucho, no es casi, no es al 99%. Es o no es, como la verdad.

Algo parecido cuenta Enrique Gª Máiquez hablando del suelo de la catedral de Florencia

Como la perfección de sus dibujos sólo se percibe desde lo alto, el ejemplo ascético sigue en pie. Los dibujos del mármol del suelo se hicieron igualmente por amor a la obra bien hecha y porque se creía firmemente que eso agradaría a un Dios que tendría en exclusiva la panorámica cenital óptima para paladearlo.

El ejemplo de Máiquez y los que nos ofrece Tusquets en Dios lo ve son también formas de lealtad y coherencia que no admiten medias tintas; conectan al creador con su obra y a ambas con la espiritualidad. Dentro de ese triángulo no existe el tiempo.

Igual que la luz es onda y partícula, el diseño es simultáneamente manifestación de cultura y mercado. Sustraernos a la medición es difícil y plantea riesgos; someternos a ella asegura intrascendencia.

Presencia y lo fático

Cuando alguien se toma la molestia de comentar un post por aquí o de mandar una nota de vuelta cuando recibe la carta desde De Ulm a Cádiz, me da una alegría. Es mayor aún cuando en esa respuesta comparte algo que le interesa, le ronda la cabeza o le ha pasado.

Aquí va una que creo que merece compartirse. Me la manda Luis Miguel Barral, una de las personas que conozco con más sensatez y sensibilidad en todo lo relativo a la investigación en entornos de diseño, producto y demás. Su respuesta era mi artículo “Será sonoro”. Con su permiso, la transcribo aquí:

Querido Javier,

Mi primera experiencia profesional seria con “lo sonoro” la viví este año 2021. En unas decenas de hogares habitados por personas mayores Cruz Roja instaló unos dispositivos Alexa Echo 8, con pantalla. Además, un grupo de voluntarios participaron en la instalación, registro y capacitación de estas personas para la incorporación de esta tecnología a sus vidas cotidianas.

La experiencia se extendió entre cuatro y seis meses, dependiendo de las zonas geográficas.

En el experimento se incluyeron personas con y sin habilidad en la relación con la tecnología, con diferentes niveles de formación, personas que vivían solas y otras acompañadas, hombres y mujeres, más y menos ancianos, residentes en ciudades y pueblos … una distribución que garantizara mínimamente una pluralidad de situaciones.

A nosotros se nos encomendó la labor de entender si el disponer de esta tecnología tenía algún tipo de impacto, positivo o no, en la vida de estas personas. El principal hallazgo fue descubrir que esta tecnología acompaña por su mera presencia, incluso estando en silencio. La radio acompaña cuando está encendida, Alexa también cuando está en silencio.

Resumido en un condensado: "es una voz que me escucha”. 

Es un objeto, pero no es algo, es alguien.

Un dato muy revelador es que el segundo uso más registrado durante todo el experimento, después de la petición de música, es lo que Amazon codifica como “Phatic”, que son expresiones de cortesía en la interacción social: “hola”, “buenos días”, “buenas noches”, “qué tal estás”, etc … formas de hablar con un otro, con un alguien.

Entre el grupo de personas que supuestamente deberían ser más refractarias a la tecnología (generalmente mujeres sin formación, viudas, solas, de clase social muy humilde) pude comprobar que esta “voz que me escucha” les producía el asombro de entender, ahora sí, qué tiene eso de Internet “para mi”, excitando su deseo de experimentar, de afinar su voz navegante.

Así descubrí yo el potencial de dotar con una piel sonora a la tecnología.

Un abrazo y muchas gracias por tus aportes.

Luis Miguel

Por un lado, la idea de solucionar los problemas de soledad de nuestros mayores con inteligencia artificial me incomoda, pero por otro, puedo entenderlo. Por otra parte, acompañamiento por la mera sensación de presencia; qué revelador, ¿verdad? Y qué importante lo fático en la conversación.

Leer lo que comenta Luismi, siendo yo además convencido usuario de Alexa, me deja pensando si no habremos descuidado esos dos aspectos en el diseño de interacción de los últimos veinte años: sensación de acompañamiento y lo fático en el intercambio.

Le lanzo el guante a Iván Leal, que seguro que habrá pensado más sobre esto y quizás hasta lo haya aplicado en diseño verbal, que es uno de los huertos que cultiva.

Terrés y Bataille

Publica hoy mi amigo Terrés una carta magnífica (quise ser su amigo por lo que escribía) titulada Todo al todo. Aquí mi fragmento favorito:

Productividad, cerrar los anillos (“un plus de motivación” me dice el peluco de tanto en tanto), pesas rusas, controlar esas décimas de grasa, nada de carbohidratos malos, colesterol bueno, sueño eficiente (sueños “eficientes”, a esto hemos llegado), decir lo correcto, coste de oportunidad, obviar la belleza, adorar al becerro de lo útil, pensar a largo plazo. ¿Pero qué largo plazo, alma de cántaro?

Leyendola me he acordado de Georges Bataille y su contraposición de las culturas protestantes centroeuropeas y anglosajonas a las mediterráneas, de raíz católica. Weber lo formuló primero, centrándose en el espíritu productivo. Bataille, sin embargo, lo plantea en clave de nuestra manera de consumir. Este podría ser un resumen muy muy destilado de su formulación:

Piensa en estas Navidades, en los kilómetros para apenas unos días, en la comida en la mesa, en las rondas con los amigos, los regalos innecesarios, la generosidad de padres y abuelos con los nietos, el “que no falte de nada” y “que no se respire miseria”, dicho con una copa de vino en la mano. A todo eso (y mucho más) alude el asunto.

Ornamento bendito

Ornamento es fuerza de trabajo desperdiciada y, por ello, salud desperdiciada. Así fue siempre. Hoy significa, además, material desperdiciado, y ambas cosas significan capital desperdiciado.

Ornamento y delito
Adolf Loos, 1908


No.

El ornamento es el lenguaje que emplean los objetos cuando quieren hablarnos.

El ornamento no es styling, imitación ni disfraz. Es la iluminación del espacio de transición entre forma y uso.

El objeto sin ornamento sólo sirve, el adornado alude, evoca, inspira, refiere, propone, narra.

Cada cultura y cada época marcan, con la rúbrica del ornamento, su propiedad sobre los artefactos que nos capacitan y nos mejoran, que nos civilizan.

El ornamento conecta la función con la narración, la ingeniería con la cultura y a la persona con la belleza.

Mediante el ornamento, el creador del artefacto nos manda un mensaje: “valoro mi creación, te valoro a ti por usarla y valoro el momento y la forma en que lo hagas”.

El ornamento dignifica la función del objeto, la ensalza, la sacraliza y la vuelve trascendente.

Mediante el ornamento afirmamos nuestra idea de una vida útil y hermosa. Adornamos aquellos objetos y los lugares que creemos que pueden propiciarla.

Scutum (escudo) romano del s. dC hallado en Dura-Europos (actual Siria). Este instrumento representaba los valores de Roma y del soldado que lo portaba.

Frecuencias mediterráneas

Tenía catorce años y mis padres me habían mandado a un internado franciscano, uno con claustro gótico y habitaciones austeras, sin posibilidad de posters en las paredes y con apagado de luces a las diez de la noche. Alejado de mi casa, de mis amigos y a oscuras, las noches se me hacían eternas. Un transistor de 500 pesetas me salvó la vida.

Desde entonces no concibo la soledad sin el sonido de una radio. Podría enumerar todos y cada uno de los momentos en que más solo he estado, por imposición o deseo, junto al aparato de radio y el tipo de emisión que me ha acompañado. Las voces me mantienen conectado con la sociedad como un cordón umbilical, como la línea de vida de un espeleólogo que se adentrase en la oscuridad de una cueva. Hay algo placentero ahí que me cuesta describir.

Hace unos días, volvíamos de pasar parte de la Navidad en Mallorca, en familia, y en mitad del trayecto de ferry me salí un rato a cubierta y probé a sintonizar la onda corta con un pequeño receptor. 

Las conversaciones de radioaficionados de todo el continente (llegué a escuchar hasta de Lituania) y las emisoras remotas brotaban como flores en primavera. En mitad del mar, sin cobertura de móvil, sintiéndome alejado del mundo pero notándolo vivo.

Me he venido unos días al refugio a ordenar ideas. Enfoques.net, nuestra plataforma de cursos en video, ha empezado a rodar con fuerza y se hace oportuno ampliar el capital del Instituto Tramontana a algunas personas que quieren invertir. Decidir los pasos y saber explicarlos es de lo más importante que haré en 2022. Más me vale tenerlo bien meditado. 

El refugio me da ese tipo de momentos de aislamiento radiofónico, más desde que me saqué la licencia de radioaficionado y disfruto de la sensación de poder estar donde nadie me ve ni me oye, en una aldea cuasi-abandonada, pero pudiendo hablar con alguien que está en otro continente. Las ondas salen de la antena y rebotan en tierra, mar y cielo hasta llegar a un desconocido que contesta, intercambia algo de conversación y me desea feliz Navidad antes de cerrar con un “73”, que es la manera de despedirse cordialmente entre radioaficionados.

Otro placer solitario que alterno con el anterior es escuchar Voice of Greece al atardecer. Hoy más, pues las voces mediterráneas me recordaban los cantos del campo de mi tierra. Me refiero a esto:

No podemos evitarlo, el Mediterráneo es uno y único. Su manera de sentir el deber, el placer y el dolor suena en una frecuencia que llevamos sintonizada por defecto. Intuyo cerca el día en que convertiremos eso en un impulso y un motivo para crear conforme a sus (nuestros) propios códigos.

Metaverso, lo inmersivo y lo emersivo

La idea de hacer la compra en el metaverso empujando un carrito hace más aguas que la nao Victoria en la Expo 92; sí, la que se hundió nada más se botada y casi acaba con la vida de Curro. Naufraga por dos motivos, veamos:

El primero: es un caso de efecto retrovisor McLuhaniano (usar tecnologías nuevas para afrontar retos viejos) de libro. Nos dan una tecnología que plantea escenarios completamente innovadores y a alguien se le ocurre usarla no sólo para algo ya resuelto, sino para resolverlo IMITANDO exactamente cómo se hace en el mundo real, con todos sus defectos. Es decir, confudiendo simulación con inmersión. Un clásico.

Mítin de Gaspar Llamazares en Second Life. Parecía una buena idea.

Vayamos con el segundo motivo, un error más común pero ojo, menos evidente. Lo explico con un ejemplo real:

Hace unos años, cuando Oculus sacó sus primeras gafas y Google empezó a promover sus gafas de VR hechas de cartón, aparecieron algunas empresas de consultoría de realidad virtual. El CEO de una de ellas me dijo en una ocasión que perdíamos el tiempo diseñando apps, porque en poco tiempo el correo electrónico lo despacharíamos virtualmente, pues todo el trabajo ‘ofimático’ que hacemos hoy en día (excels, presentaciones, correos electrónicos, etc.) se haría de forma virtual. Poco tiempo después, empresas como aquella malvivían haciendo demos en ferias de turismo.

Esta persona, quizás sobreentusiasmada con su propia tecnología, no entendió una cosa: hay experiencias que reclaman y demandan más inmersividad, pero hay otras que cuanta menos, mejor. En otras palabras, yo no quiero un email virtual, yo quiero poder resolver los mensajes sin siquiera mover un dedo, mientras me ducho o conduzco, gastando el mínimo de energía mental. El email es una tecnología que no quiere ser inmersiva, sino emersiva (por usar el antónimo). No me quiero meter en ella, quiero sacarla de mí. Y lo mismo pasa con hacer la compra en remoto (otra cosa es ir al mercado a comprar, mucho más senssorial y consciente, ojo).

Cómo hacemos que una tecnología sea ‘emersiva’

¿Cómo hacemos que una tecnología sea ‘emersiva’? Pues reduciendo su coste cognitivo al mínimo:

  • automatizando todo lo automatizable

  • minimizando la cantidad de interfaz

  • evitando los comandos y lenguajes específicos

  • haciendo que sea simultaneable con otras tareas

  • haciéndolo ubícuo e independiente del dispositivo

En el caso del correo electrónico, las autorespuestas y los filtros de spam son un paso, pero todos sabemos que el mejor cliente de correo será el que incorpore Alexa con su capacidad de procesar lenguaje natural. Ese día, cuando podamos contestar un mensaje en la ducha con un dile que lo apunte y lo vemos en la reunión del martes. Ah, y pregúntale que qué tal su Navidad, entonces habremos hecho un email más emersivo y, por tanto, mucho mejor.

A nadie se le ocurre hacer una interfaz virtual para la domótica del hogar, ¿verdad? Imagina tener que encender y apagar luces con las gafas y los guantes. Subir o bajar la persiana, encender una lámpara o encender la TV deberían parecerse a la magia; los comandos de voz son un avance, pero sería aún mejor, más eficiente y cómodo, poder hacerlo con un gesto de la mirada, levantando una ceja o con un sutil movimiento de la mano, que son comandos con mucha información cuando el receptor conoce tus códigos.

Habrá quien se pregunte qué usos, funciones, problemas o necesidades deben ser inmersivos y cuáles emersivos; cuál es el criterio de triaje de experiencias, cuáles van a una caja y cuáles a la otra?

La cosa se complica ahí, pero hay algunos criterios que pueden ayudarnos a decidir. Tareas tediosas y repetitivas, tecnologías que son medio y no fin… Casi todo lo que tiene que ver con finanzas, gestión o comunicación, mejor cuanto menos inmersivo.

Y qué demanda inmersividad

¿Y al revés? ¿Qué necesidades podemos resolver mejor desde la inmersividad? Partamos de tres axiomas del diseño emocional y la inmersividad:

  1. Sólo recordamos aquellas vivencias que nos han provocado una respuesta emocional.

  2. Al grabar una vivencia en el recuerdo, grabamos también el registro sensorial de la vivencia.

  3. Las experiencias inmersivas logran su intensidad desde la sensorialidad: apelan más fuerte a más de un sentido.

Está claro entonces, ¿no? Merece más la pena hacer inmersivas aquellas experiencias que tengan connotaciones emocionales, sean de ficción o no.

Las de ficción son obvias y el mundo del videojuego, que va veinte años por delante del diseño de interacción convencional, lo ha demostrado ya. En esos casos, lo virtual es ambas: simulación e inmersión. Y cuando ambas coinciden en coherencia, ocurre algo mágico en ficción: la suspensión de la incredulidad, el ingrediente imprescindible para que aceptemos como verdad, aunque sea por unos instantes, lo que en la realidad no contemplamos.

¿Y cuáles son las de no-ficción? Caben muchas respuestas ahí, dependiendo del sistema de valores en el que nos situemos como diseñadores, pues el diseño es cultura, especialmente cuando decide qué problemas y necesidades resolver y cuáles pasar a un segundo plano.

Propongo tres ejemplos y que cada uno decida con cuál se siente más representado:

Familia: mediante un sistema de altavoces y micrófonos, reproducimos el espacio acústico del salón de casa en el de casa de mi madre y viceversa, de modo que ella siente a sus nietos alrededor, los oye con altísima fidelidad, y ellos la oyen a ella, como sie estuviese sentada en el sofá con ellos. El sistema está activo toda la tarde y, aunque ella viva a seiscientos kilómetros, gracias a la realidad aumentada acústicamente, nos sentimos al lado.

Comunidad: ancianas de pueblos semi-abandonados de una comarca de Teruel se encuentran en el metaverso para habalar de sus cosas y recordar otros tiempos, ahora que su movilidad está reducida y el centro de salud donde se encontraban está cerrado.

Nostalgia y morbo: mediante imagen y sonido revivimos épocas de nuestro pasaado de las que ya hay suficientes registros digitales. Eliges un día de tu vida y lo vuelves a vivir, o incluso vives la de otra persona. La idea no es nueva, me suena de algún capítulo de Black Mirror. Pensando a futuro, quizás sirviese para revivir la vida de alguien de la familia o para que algún famoso se lucrase permitiendo que nos metiéramos en su piel y viviésemos lo que él vive.

Publicidad: nuestro proveedor de acceso al metaverso (o a la realidad modificada) nos hace un descuento por aceptar product placement constante. Nuestras amistades llevan zapatillas Nike y en la barra del bar está George Clooney tomándose un Nespresso.

Simulacro: los filtros que nos mejoraban el aspecto en Instagram van más allá, previo pago: hacen cancelación selectiva de sonido (fuera ruido de coches, fuera sonidos estridentes o incluso que todo suene con ‘skins’ acústicos que le den un toque u otro a la realidad). Yendo más allá, permiten “mutear” a ciertas personas o que cuando se hable de ciertos temas, suba o baje el volúmen de la voz de quien los emite.

Los ejemplos son infinitos y aplican a todos los ámbitos, más allá de los clichés de la educación, la cirugía y las que ya han anticipado multitud de series y películas (probablemente las que yo sugiero sean de esas sin yo saberlo).

Ficciones y futuribles aparte, el ejercicio más valioso a corto plazo para cualquier persona de diseño o producto digital está en entender que algunas necesidades mejoran con inmersividad y otras con lo contrario pues tan importante e innovador es lo inmersivo como lo emersivo, aunque lo segundo logre menos titulares.

Adiós, twitter.

Mi 2022 empieza con una decisión. No es propósito, es un acto. No es algo negativo, es profundamente constructivo: me voy de twitter.

Voy a recuperar la entrega a los libros, la relación monógama que establecemos cuando decidimos conceder nuestro excedente de tiempo a una voz que nos conecta con otros momentos y lugares.Volveré al cuaderno, no como soporte, sino como los apuntes que son puente entre el libro y la acción, entre la potencia y el acto, entre el intellige y el crea.

Twitter ha dejado de ser un espacio de intercambio para ser un gran escenario donde demostrar y confrontar. Poco nace en ese cuarto sombrío y sin ventilar, donde el aire ya se ha respirado cien veces y provoca delirios intoxicados.

Recuperaremos el intercambio sosegado y razonado de ideas y puntos de vista; primaremos la conversación sobre la rotundidad y la reflexión sobre la inmediatez. Si hay que crear redes nuevas, las crearemos, si hay que propiciar encuentros, los propiciaremos.

Más cultura, más conversación y más creación.
Sol, brisa y cielo abierto.



Corte de suministro

Me he despertado con la ilusión de buscar algunos modelos de radios japonesas de los 90, de recrearme en las decisiones de aquellos diseñadores que querían contarnos un sueño de futuro. Un Tokyo soñado, un Neon Genesis Evangelion, una época en la que la tecnología más avanzada no quería esconder su complejidad tras falso minimalismo, sino que exhibía sus requisitos: “esta es una máquina del futuro y debes estar preparado para usarla”.

Podría aparecer en un anime cualquiera.

Podría aparecer en un anime cualquiera.

Busco en Google. Quiero encontrar webs personales, colecciones de particulares, de esas que se enseñan con una mezcla de orgullo y humildad, con fotos de hace diez años y enlaces al final: “deberías visitar la colección de fulanito, es mejor que la mía, más enfocada en Yaesu”.

Ya no queda nada de eso.

Y si está, permanece enterrado en las profundidades, por debajo de capas y capas de ebay, pinterest, facebook y tiendas online; como restos romanos o árabes que afloran con las obras de un parking. Restos, eso son.

La promesa de sencillez de las redes mató a los blogs y a las páginas personales. Con ellas murieron las colecciones de radios de estética japo, se agotaron las opiniones argumentadas y se desvaneció el conocer a alguien por lo que le diferenciaba de los demás. Y por si fuese poco, toda esa red de enlaces cruzados entre personas que compartían una afición, un ámbito de conocimiento, se fue secando. Google se encargó de apagarles la luz, de cortarles los suministros y con ellos se desvanecieron las últimas visitas que las mantenían vivas.

Mientras mirábamos a otro lado, una biblioteca entera ardía. Una diversa, rica, variada, humana, única y hermosa. En su lugar, hemos erigido un centro comercial.

Dicen que la nostalgia es mala, pero malditos sean algunos progresos.


Este post es también una de las cartas que mando a suscriptores y he dado en llamar “De Ulm a Cádiz”. En esa newsletter escribo sobre diseño y producto digital, desde mi puesto en el Instituto Tramontana, con algunas infiltraciones de vivencia y sentimiento. Suscríbete si quieres recibirlas en tu buzón.